La participación de los intelectuales – los auténticos intelectuales – en la vida política, siempre ha sido un tema complejo y polémico, habiendo dado lugar a una inmensa bibliografía en que se pueden encontrar las más diversas opiniones sobre su eficacia o ineficacia.
Pero, ¿qué es un intelectual? Para responder a esta pregunta vamos a comparar las definiciones dadas en nuestro Diccionario de la Lengua Española actual y en el del año 1803. En el primero se entiende como intelectual el “dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y de las letras”. En el segundo, se le identifica como el que se “dedica al estudio y la meditación”.
El cambio conceptual ha sido muy significativo, al hacer referencia expresamente hoy a las “ciencias”, con lo que se ha dado lugar a la aparición de un nuevo tipo de intelectual “técnico industrial” donde se incluyen no sólo, como se venía haciendo, los estudiosos de la Filosofía y del Derecho, fundamentalmente, sino también a los sabios, investigadores, ingenieros etc. Y a su vez, la desaparición de la palabra “meditación”, pone de manifiesto que al intelectual se le va a exigir en nuestro tiempo, hacer y actuar y no sólo especular.
La acción política de los intelectuales no suele ser fácil, ni para ellos, ni para los que formen parte del aparato gubernamental. Se ha dicho que aquéllos tienen “una mente complicada”, no comprendida por los políticos “no intelectuales”.
Veamos alguna de las características que pueden ser un obstáculo para su intervención en la vida política:
La alta preparación de los intelectuales, que deben demostrar en sus libros, o en las obras que llevaron a cabo, les rodea de una cierta altivez y no siempre saben “moderar su sabiduría”, salvo excepciones muy laudables. Valga como muestra una anécdota: en cierta ocasión el Rey Alfonso XIII impuso una condecoración a Unamuno. Al recibirla, el Rector de la Universidad de Salamanca, manifestó su agradecimiento, pero no dejó de precisar que el honor que se le otorgaba, lo merecía verdaderamente. El Rey, ante tal observación, no pudo menos de decirle: Pero, Miguel, si todos a los que impongo estas condecoraciones dicen siempre que no las merecen, ¿cómo tú eres la excepción? La respuesta fue rotunda: Majestad, los que dicen que no las merecen, suelen tener razón en la mayoría de los casos.
El intelectual que participa en la política es difícil que al poco tiempo no discrepe de los gobernantes, sobre todo cuando su acción deriva hacia el radicalismo o lo revolucionario. Una muestra de este negativismo del intelectual, le mostró y explicó Jean Guèhnno, el escritor francés que tanto luchó por la igualdad de los hombres y la creación de una aristocracia del espíritu, en su libro “Diario de una “revolución”, en el que hace una sorprendente confesión: “Me acuso de levantarme y cerrar el puño, sin gusto, sin entusiasmo, pues, es un signo de batalla, más que de fraternidad. Siento pronto el peso del antebrazo y el flojear del puño”. Y es que como indicó el profesor Boudin, en su libro “Los intelectuales”, “a pesar de su buena voluntad, el intelectual se pliega mal a las exigencias de la muchedumbre y a las servidumbres y ritos que impone el combate revolucionario”.
Los “arrepentimientos” del intelectual suelen ser también tardíos. Baste con recordar el “No es esto; no es esto” de Ortega, al observar el sesgo que seguía “su” República, lo que completó con una frase inolvidable: “La República en España tiene que rectificar su ruta, y, con extrema urgencia, hay que dar un golpe de timón…”, algo que no debió hacer mucha gracia a Largo Caballero.
En cuanto al espíritu de solidaridad y a la capacidad de trabajo en equipo de los intelectuales, tampoco puede decirse que anden muy sobrados. Volviendo a nuestro Ortega cabe recordar que cuando fundó en 1924 la “Liga de Educación Política Española”, trató de obtener el apoyo de Unamuno, quien una vez escuchadas sus propuestas, le dijo con la brusquedad que le caracterizaba: “De modo que usted quiere que yo sea el Espíritu Santo de la Liga, de la que usted será el Padre y el Hijo. Yo soy las tres personas, o no soy nada.»
Y, finalmente, los intelectuales no siempre son capaces de aceptar los tres principios que Marañón exigía a todo liberal: “Estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otra manera, no admitir jamás que el fin justifica los medios y ser una conducta, y por lo tanto, mucho más que una política”
Todo lo anterior puede, en parte, explicar la no siempre fácil inserción de los intelectuales en la política. Pero cuando aquella se produce, ¿qué formas adoptará su participación? Normalmente se manifestará de tres maneras: bien, directamente, ocupando los más altos cargos de la Administración, bien, de modo indirecto, creando con sus libros lo que a su juicio debe ser el camino a seguir la nación, o bien, finalmente, como simples “asesores”, que deberán ser técnicos altamente cualificados en las diversas ramas del saber y cuyo asesoramiento no vinculará a los políticos “puros”.
Sin embargo, pese a las críticas que más de una vez se han hecho a la acción política de los intelectuales, los Gobiernos no deben ignorar su existencia, pues, a la hora de la verdad, influirán de una manera u otra, según señaló Raymond Aron en su libro “El opio de los intelectuales”. El que fue “profesor, sabio, periodista y autor de planfletos”, nos recordó que los intelectuales “sufren por la impotencia que tienen para modificar el curso de los acontecimientos, pero minusvaloran su influencia… pues no puede olvidarse que las teorías que fueron creadas por los verdaderos intelectuales en las Universidades, serán aceptadas por los altos funcionarios y Ministros, en las que buscarán apoyo, más de una vez, para justificar su actuación».
(Artículo publicado en El Comercio de 3 de julio de 2018)
Viliulfo A. Díaz Pérez
Socio fundador. Abogado. Auditor de Cuentas. Administrador concursal